De nuevo a vueltas con la privacidad

Cuando hablamos de privacidad en las redes sociales (intimidad antes de que la RAE admitiera el extranjerismo), se nos revuelven las neuronas. Es un claro oxímoron unir esas dos palabras. ¿No son acaso las redes sociales una manera de abrirnos a la sociedad que nos rodea y compartir nuestra vida? ¿No son los más famosos tuiteros los que más cosas comparten y los que más respeto tienen en las redes?

El problema está en el límite que queramos poner a nuestra vida personal. El concepto intimidad se ve claramente diferente si eres un adulto de, pongamos, 50 años, con un cierto nivel cultural, o un adolescente polihormonado, adicto al tunning y asiduo de los polígonos desde que abandonó la ESO.

A ese adulto nunca se le ocurriría subir una autofoto (una “selfie”, perdón) enseñando la ropa interior hecha en el baño de la discoteca del polígono. Ni al chaval se le ocurriría aplicar las propuestas de Milton Friedman ante la coyuntura socioeconómica de la zona pre-euro. Son dos conceptos distintos. Uno necesita ser conocido hasta en su vida privada, otro nunca subiría una foto de cara en su perfil de Facebook… ¡si es que lo tiene!

selfie

Evidentemente, esta comparación que estoy haciendo es extrema. Aunque los dos casos son personas que conozco (iba a poner amigos, pero no es tanto), puedo aventurar que los que estáis leyendo esto os encontráis entre esos dos extremos. Y cada uno tendrá su barrera en una posición distinta, uno más cerca de “da igual lo que publiques” a otro que se avergonzaría de que se supiese el código postal de su oficina.

Pero independientemente de lo que consideremos cada uno que es el límite de “lo íntimo”, hay un nivel de consciencia en lo que publicamos o compartimos en las redes sociales. Si quiero presumir de calzoncillos en una “selfie”, sé que lo estoy haciendo y sé que a mí no me importa hacerlo. Y si no quiero que se sepa mi segundo apellido, exactamente lo mismo, es mi voluntad y tan en mi derecho estoy de que no se haga como lo está el poligonero.

El problema aparece cuando lo que queremos que se sepa o deje de saber no depende de nosotros. Las empresas que están detrás de cualquier gestor de redes sociales (Twitter, Facebook, Tuenti, LinkedIn, Google + o las que sean) no son hermanitas de la caridad, y necesitan ganar dinero. Si no lo hacen, el invento se acaba y tenemos otra crisis como las de las “puntocom” de principios de siglo. ¿Y cómo ganan dinero? Con nuestra privacidad. Estas empresas saben mucho más de nosotros de lo que podemos pensar. Y no solo por lo que les decimos, sino por lo que pueden inferir de nuestros comportamientos y comentarios. Es una estrategia de marketing muy empleada desde hace muchísimos años, no solo desde el boom de Internet (y si no, por qué después de varias búsquedas de unos vídeos musicales me llegó publicidad del recopilatorio de grandes éxitos de ese grupo…).

Creo que a casi todos nos han ofrecido en algún momento una “tarjeta de cliente”. Desde compañías aéreas hasta agrupaciones de comerciantes de barrio ofrecen un sistema para conseguir descuentos, puntos o trato VIP. En el fondo, lo que se busca son dos cosas: por un lado, hacer que con las ventajas el cliente siempre tienda a comprar en la empresa que le ha facilitado la tarjeta, y por otro (y ese es el lado oscuro) poder trazar los gustos y adquisiciones de los clientes.

El máximo llega con las tarjetas que permiten acumular puntos en múltiples establecimientos y servicios. Con un resumen de la actividad de una tarjeta de este tipo, podemos conocer desde preferencias en viajes, alimentación, alojamiento, etc., hasta detalles de las fechas de mayor consumo y sitios. Los que utilicen estas tarjetas igual se han extrañado de que, si nos tomamos las vacaciones en septiembre, las ofertas de viajes siempre nos lleguen para esas fechas en lugar de lo tradicional de julio y agosto. Ellos saben cuándo viajamos y a dónde.

En las redes sociales estamos dando mucha información de manera inconsciente, y lo peor es que podemos, hasta cierto punto, evitarlo. Pero no nos molestamos en hacerlo. Pongo por caso un mensaje de un compañero de la oficina en el que nos advertía de la nueva circunstancia de Google+: cualquier usuario puede mandarte un mensaje de correo electrónico a tu cuenta Gmail desde Google+, aun desconociendo tu correo electrónico.

Aquí hay una barrera de la privacidad que se ha roto bastante “a la ligera”. Todos aquellos que estamos conectados a Internet tenemos una cuenta de correo electrónico al menos, y suelen ser muchas más. Pero hay cuentas y cuentas. Mi cuenta de correo personal, la personalísima, la que no doy más que a mis amigos de verdad y, equivocadamente, di a mi madre, es “secreta”. Es una cuenta con muy poco o casi nada de gracias a que no es de uso general.

Y si ahora cualquier persona puede entrar en Google+ y simplemente con mi nombre, podría mandarme un mensaje a mi cuenta “sagrada”, eso no me mola, nada. Y sobre todo porque Google conoce mucho de mí, gracias a mis búsquedas en Google, mis mensajes en Gmail, mis viajes planeados con Google Maps y Google Earth, mis vídeos buscados en YouTube y mil servicios más que nos ofrece.

Siempre nos queda un pequeño resquicio de esperanza. Google nos permite evitar que se lleve a cabo este envío de mensajes.  Basta con mirar en la configuración de la cuenta de Google (la que te hace estar en Google+ aunque no lo quieras) y decirle que nadie pueda mandarte mensajes, o que solamente la gente en tus círculos, en los círculos ampliados, etc.

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Y no solo es Google+. Si dedicáramos un rato a mirar la configuración de privacidad (recordemos que es “intimidad”) de Facebook, Twitter y demás, encontraríamos muchos campos de configuración que nos gustaría restringir. O abrir al mundo, dependiendo de qué queramos hacer. Pero hay que hacerlo y, francamente, espero que al acabar de leer esto, vayáis a revisar vuestras opciones de privacidad. Aunque sea solamente por diversión, pero hacedlo.

Fernando de la Cuadra

 

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